El hormigón es un elemento sólido, pesado, resistente. Parece destinado a estar clavado en la tierra. Y, aun así, puede volar. Para ello, claro, hace falta primero que una mente privilegiada descubra cómo. Eduardo Torroja Miret era una de ellas.

Trabajaba sin descanso, probando las posibilidades que le ofrecían todos los materiales de construcción. Fue así como transformó el Hipódromo de la Zarzuela en un icono de la ingeniería del siglo XX. 

Corría el año 1935 cuando se puso la primera piedra del edificio. La construcción, concluida años más tarde por Agroman, hoy Ferrovial Construcción, terminaría dando forma a la primera tribuna volada sin columnas de España. Inspirado por el Hipódromo de San Siro, en Milán, Torroja Miret ideó una grada resguardada del sol y la lluvia por una cubierta de hormigón que parecía sostenerse en el aire sin necesidad de apoyos. 

Tras descartar varias ideas, el ingeniero acaba apostando por alejarse de lo convencional y dar forma a la cubierta con láminas cilíndricas de hormigón distribuidas en una forma de hiperboloide hiperbólico. Por complejos que pudieran ser los cálculos, por rompedor que pudiera ser el diseño, el resultado es de una sencillez y equilibrio estético que aún hoy sorprende a quien lo observa. 

El resto del edificio parece pensado para sostener la grada y su cubierta. En la estructura de soporte se alojan los demás servicios del hipódromo. Y una galería abierta en la planta superior de la edificación esconde un forjado que, en realidad, es un contrapeso esencial para sostener el voladizo de la marquesina. 

“La obra mejor es la que se sostiene por su forma”, dicen que solía repetir Eduardo Torroja Miret. Parecen palabras sencillas, pero no dejan de ser la base de la ingeniería que ha permitido al ser humano desafiar las leyes de la gravedad; las palabras que han permitido volar al hormigón.